Pasaba la mayor parte del tiempo quejándose amargamente con todo el mundo, cualquier nuevo compañero de mesa-banco se convertía en su esclavo, en el pobre incauto de sus frustraciones. Lo hacía en modo casi automático, ni siquiera sé si me miro a mi cuando comenzó su letanía: Resulta que su padre era un tirano (el dictador) que buscaba que se hiciera su santa voluntad tuviera o no la razón. Su madre era la mujer abnegada (el pueblo) que ve, escucha y calla…
Entonces lo interrumpí, para sorpresa suya y la de todos, le conté mi historia de cuando estaba en preescolar y le robé unos billetes de juguete y unos sellos a la hija de la comadre de mi mamá. La niña esa tenía tantos juguetes, tantas cosas, que estoy segura que nunca hubiera advertido que algo le hacía falta… Recuerdo que me dieron una buena friega ese día, hasta me hicieron que le fuera a pedir perdón. Fue la última que le pasaron a mis papás y la última que viví en su “hogar”, de ahí vinieron nuevas casas, nuevos padres, escuelas y demás, así es como he llegado hasta aquí.
Sólo una vez conté esta historia antes, fue a un Padre en secreto de confesión.: –“Dios no nos manda las cosas porque no las merezcamos sino porque nos quiere”. Me contestó ese día, lo recuerdo muy bien. “¡¡Menuda forma de querer!!”, pensé para mí. Pero eso sí, desde aquel día de mi tierna infancia se me quedó bien grabado en la cabeza que no está bien robar, ¡pregúntenme si lo volví a hacer!
Lo anterior lo dije a modo de conclusión para terminar con la anécdota pero ni él, ni el resto del grupo lo dejaron ahí, con cara de consternado apenas y uno de ellos musitó:
-Pero… pero si tú no tienes manos…
-Sí, vaya que aprendí la lección. Le dije después de esbozar un suspiro, como el que expiran aquellos que acaban de contar una gran hazaña.
En mi rostro sentí dibujarse una sonrisa de satisfacción que ni yo misma sabía que poseía. Levanté la cara y aparté unos mechones de mi pelo con mi pequeño muñón…